domingo, 30 de junio de 2013

Larisa



“Podría ser mi padre.” Esas palabras me atormentaban y refrenaban mis impulsos más básicos. Pero ambos sabíamos que pasaría esa noche…

Sonriente, desvergonzado y atractivo. Creo que el reflejo de juventud se veía en sus vidriosos y juguetones ojos. Él sabía que esa era su mejor baza y la estaba aprovechando con cálculo milimétrico.

No podía sentirme así, no con él. No sintiendo que mil bestias trotaban en mi pecho, intentando liberar mis instintos mas primarios

-Podría ser tu hija.

Creo que ese fue el momento en el que me di por perdida. Simplemente sonrío y se fue. Me sentía vacía, ¿qué estaba ocurriendo? ¿Acaso es tan excitante que te entre un treintañero?. Era mejor así, podría continuar bebiendo mi copa y luego me iría a casa a dormir. Tenia que serlo, esto estaba mal, jamas deberia haber surgido nada de eso, una fantasia de libro barato, donde un maestro y su alumna, se demostraban su amor...

En ese momento algo empezó a descuadrarme, ese estúpido hombre con olor a tabaco y especias me miraba en la lejanía mostrando la misma sonrisa pícara que hace unos segundos me había deslumbrado. ¿Le da completamente igual? ¿No le importaba arriesgarse a perder su trabajo por un capricho juvenil? Sentia como si miles de lenguas de fuego me acariciaban las piernas, toda la piel excitada solo de imaginarme a este "Chico Malo" que conseguia lo que se proponia costase lo que costase.

El dialogo mental continuo unos abrasantes minutos mientras él lanzaba intermitentes miradas recorriendo mi cuerpo de los pies a la cabeza. Me sentía deseada y sé que lo necesitaba, pero no podía ser, no con él. Tenia que convencerme a mi misma que aquello estaba mal, iba en contra de todos mis principios, pero esas mirabas mandaban mi conciencia al rincon mas apartado, castigado por intentar ser tan recto.

No sé qué ocurrió pero estaba cansada y me apetecía dormir, me acerqué a él para despedirme. Una ligera brisa me trajo su esencia, que mezclada con el vino que embotaba mi cabeza, lo hacia mas deseable, humedecia mis labios y secaba mi lengua, como si mi unico escape, estuviese entre esos dientes, que ansiaba que me marcaran.

-Me voy a casa

-¿No piensas invitarme? (otra vez esa maldita sonrisa que derrumbaba mis defensas como una ola se lleva un castillo de arena)

-Ni en tus mejores sueños...

No pude acabar la frase cuando me apartó el pelo de la oreja muy lentamente, se acercó a esta y susurró:

-A veces la realidad es más excitante que el mejor de los sueños.

Lo tenia tan cerca que podia escuchar su latir dentro de mi cabeza, como un despertador que me sacaba de una larga hibernación.

Nuestros labios se encontraron durante unos instantes, mientras yo pensaba:

Podría ser mi padre

Pero ambos sabíamos que pasaría esa noche…

viernes, 28 de junio de 2013

Roger

Ella se me quedó mirando, irradiando picardía. La pequeña bribona sostenía mis gafas a la altura de la cintura, meciéndolas al mismo compás con el que balanceaba el cuerpo, procurando parecer indefensa. Sin embargo, todos sus sentidos estaban atentos a cualquier movimiento, inspeccionándome con falsa timidez. Me dedicaba una mirada indiferente que se columpiaba entre mí y el paisaje alrededor, invirtiendo en interés de forma proporcionada, como una balanza en perfecto equilibrio. De ese mismo modo rió por un segundo, satisfecha de su pequeña treta, divertida de leer en mis facciones una leve, muy leve, casi insignificante expresión de sorpresa, que reconocí se había ganado a pulso.



Sin mediar palabra, aprovechando el vaivén, la chica retrocedió un par de pasos. Alargó el brazo y me atrapó por el torso con una fuerza exagerada. Sirviéndose de un dramatismo hilarante, con un gesto muy pronunciado, comenzó a palpar mi americana polvorienta. Como un pequeño roedor, desfilaba a zancadas por mi chaqueta, a la caza de una cueva en la que esconderse. Metió la mano, pequeña y resbaladiza, en el bolsillo más inaccesible de todos, y dejó caer ahí las gafas. Luego, la sacó con un suave contoneo.

-Ahí lo tienes -sentenció, sonriendo muy lúcida, ante mi asombro.

La chiquilla se tocó el pelo, pellizcándolo desde la raíz hasta las puntas, de pura satisfacción. Pasmado como estaba di un paso adelante, esperando alcanzar algo parecido a tierra firme, pero el suelo trepidaba con violencia y apenas pude sostenerme. Retrocedí. Estaba en el mundo de la gelatina. Pero qué chica tan engreída.

-Gracias -dije, parpadeando un par de veces-. Espero que las cuidaras bien; son mi pequeño tesoro.

-Sé cuidar de las cosas -respondió, riendo de nuevo.

-Si lo haces siempre así -proseguí, con mucha seriedad-. Quizás podrías ser mi secretaria.

Ella sonrió otra vez y volvió a dar rienda suelta al balanceo. Dio un paso hacia adelante. Tenía un lunar junto al labio, en la mejilla izquierda, que ahora parecía grande y cercano. Todo un planeta para explorar. Dio otro paso enfrente. Podía oír su respiración frenética y contagiarme de su perfume. Me di cuenta de que no se había puesto maquillaje, y me pregunté qué más cosas no llevaría consigo ¿Debería preguntárselo? Estábamos tan cerca…

-¡Profesor!

Y así acabó de repente. Las alumnas nos habían seguido desde la clase, y pronto me invadían con preguntas. Di la vuelta distraído y permanecí a la espera. Oía, pero no escuchaba apenas. La brutalidad de aquel torbellino consiguió disipar mi somnolencia, y regresé a la realidad de repente. Retomando el control, aclaré las dudas sobre la materia a todo el mundo. No sirvió de nada: querían más y más. Halagado por el interés que tenían por la asignatura, perdí de vista a la chica de antes. Cuando me di cuenta de que aquella muchedumbre era similar a unas arenas movedizas, ella había desaparecido de mi vista. Me excusé con franca cortesía y abandoné el pasillo inmediatamente. Me puse a buscarla de camino a la salida: teníamos una conversación por resolver.

Nada en las escaleras. Nada en el vestíbulo. Nada en la glorieta ni en el jardín. Nada de nada. Estaba casi a punto de marcharme cuando se me ocurrió algo. Tenía que ir a la biblioteca a tomar un par de libros, así que quise suponer que la encontraría allí.

Sin embargo, el lugar estaba vacío. Desistí entonces y, ya relajado, tomé asiento cerca de la ventana. Aprovechando así la luz del sol me dispuse a concentrarme en mi lectura. Metí la mano en el bolsillo y cogí las gafas con delicadeza.

Pero ahí había algo más. Un trozo de papel arrugado. En el interior, un teléfono móvil. Qué lista había sido. Me levanté de repente y salí afuera. Cuando llegué al patio, y tras encenderme un cigarrillo, quemé la pequeña hoja doblada con el mechero. Cerciorándome una y otra vez de que había hecho lo correcto, regresé al rincón de lectura. Un profesor no podía salir con su alumna así como así, sin más. Podrían echarme de la universidad. Fue lo más adecuado. Para ambos.

Al día siguiente, la llamé.

Larisa...

Él entró en la clase y cerró la puerta de golpe. La muchedumbre de voces, que hasta ese momento colapsaba el lugar, se fundió por un segundo para rendir homenaje al profesor. Luego se reprendieron, intermitentes como susurros, con cada paso que daba. El hombre repasó, con severa autoridad, los rostros de cada uno de nosotros. Moviendo la mano derecha con firmeza, acarició el bolsillo de su americana, ocre y desgastada, mientras depositaba las gafas sobre el pupitre más cercano, haciendo gala de un ademán igualmente estirado.

Justo delante de mí.



El profesor cruzó el umbral de rigor que nos separaba y me brindó una sonrisa punzante. Apoyado sobre la mesa, se aproximó a mí y me desarmó con unas pocas palabras cordiales. Estaba tan cerca. Ni siquiera las advertí; en el plano dónde me escondía, refugiada tras los muros que acababa de derribar, no comprendía la premura con la que había sido capturada. Perdí los papeles y me ruboricé, presa de un nerviosismo excitante. El bolígrafo, con el que había estado jugando poco antes, resbaló desde mis labios y se escurrió de entre mis dedos. Cayó al suelo, sofocando el silencio. Mi corazón marcaba el ritmo de una melodía dantesca, y mi respiración trastornada era el principal instrumento. Descubrí que todo el mundo a mi alrededor parecía darse cuenta de ello. Mis compañeros se miraban y murmullaban insinuaciones. Ellas, mis amigas, sufrían y disfrutaban, carcomidas por la envidia. Ellos también.

La asfixia impregnó cada extremidad de mi cuerpo cuando el maestro me tomó del hombro. Lo hizo con aparente calma y suavidad, aunque desprendía la mordacidad de un depredador que jugaba con la presa antes de devorarla. Recorrió el camino que quedaba hasta las yemas de mis dedos, barnizando mi brazo con el sudor que transpiraban sus manos, toscas y gruesas. Allí se detuvo con impredecible brusquedad, mientras con la mirada transitaba la misma ruta que había seguido con el cuerpo. Noté, en la palma de la mano, el bulto del frío metal, que contrastaba con el calor de la piel alrededor, ahora en ebullición. El aire estaba imbuido de un sabor agridulce, mezclado con el olor a tabaco y el vapor de agua. Me picaba la nariz como si se tratara de una alergia.

-Guárdame las gafas, por favor -me reclamó, con media sonrisa, el salvaje-. Me harán falta después de la clase.

Quise responderle. Soltar alguna frase ingeniosa o divertida, dejar que la tensión se disipara con el golpe seco de una premisa inteligente y racional. Pero fui incapaz de luchar, y preferí huir. Sonreí nerviosa. Me agaché a gran velocidad y acabé oculta debajo de la mesa, repitiéndome a mi misma que tenía que recuperar el bolígrafo, que se me había caído.

Sin embargo, ya no estaba ahí. El suelo de parquet, plano y con una corrección fustigadora, se burlaba de mí.

-Y a ti te hará falta esto otro -acabó el profesor, todavía sosteniéndome la mano con dulzura.

Dicho esto, puso el bolígrafo, que él mismo había recogido, sobre la mesa. Y se alejó. Sin más.

Me quedé inmóvil en una posición incómoda, sosteniendo las gafas que me había legado en un equilibrio precario. Percibí algunas risas de fondo y me negué a prestarles atención. En cambio, saqué de la carpeta unas hojas de papel y me dispuse a tomar apuntes.

Cuando el profesor comenzó con el discurso, poco a poco, dejé de ser el centro de atención. La emoción que me había poseído ahora pertenecía al salvaje, que se había convertido en el chamán de la multitud. Ni siquiera los demás chicos me dedicaban las típicas miradas profusas. Atrapada en la vorágine me puse a contemplar, instigada a volar mi imaginación. Pronto intenté resistirme, focalizándome en lo razonado de la charla, pero era la carne quien me gobernaba…

La clase acabó de repente, en un estallido, y una vasta manada de alumnas, como hienas, rodeó jadeante el profesor. En un extraño arrebato, tomé las gafas del maestro y me marché apresurada. Sabía con exactitud lo que tenía que hacer. Ya fuera del aula, me detuve en mitad del pasillo, y entonces ocurrió lo que esperaba. Él venía a por lo que era suyo. La voz madura y castigada del hechicero me atrapó, esta vez, por la espalda.

-Disculpa -pretendió, repasándome de arriba a abajo-. Me parece que nos hemos olvidado de algo.

sábado, 22 de junio de 2013

Blanco...

Empieza por pruebas mas sencillas y no intentes nada mas difícil hasta haber superado el paso anterior. Puedes comenzar privándote de algún alimento que te guste, o apartando un pensamiento agradable de tu mente, o quedándote una hora y media mas a meditar aunque tengas sueño.

Eres tú quien debe elegir las pruebas a tu medida, no serviría de nada que yo te las impusiera.

>>Lo mas importante es que, poco a poco, vayas aprendiendo a controlar tus necesidades físicas y espirituales. Será un proceso largo, pero el esfuerzo merece la pena. Sin darte cuenta llegara el día en que te sentirás libre, completamente libre... Y eso, créeme, no tiene precio.<<